Comentario
Como ya dijimos anteriormente, ser blanco era más un término definido por oposición, que una cualificación en sí. Era no ser negro, ni indio, etc. En algunos lugares amparaba incluso a los mestizos. Ser blanco constituyó una categoría social privilegiada, de la que se beneficiaban incluso quienes no tenían recursos económicos, como los pobres de solemnidad, que podían lograr de la Audiencia favores como tener una casa, una sepultura digna, etc. Fundamentalmente, los blancos eran los peninsulares y los criollos. No hay forma de conocer cuánto representaba cada uno de estos grupos, pero el primero de ellos era muy pequeño. Posiblemente no sobrepasaba el 1,5% del total de los blancos, ocupando los criollos el 98,5% restante. En México, una de las principales zonas de emigración peninsular, había unos 15.000 para una población blanca de un millón. Los españoles de Hispanoamérica sumarían, así, unos 250.000 a fines de la colonia.
Tampoco hemos podido contar con una estadística veraz de la población española emigrada a América durante el siglo XVIII. La media obtenida de los catálogos de pasajeros es de unos mil por año, a los que se añadirían otros tantos llegados ilegalmente. La Corona tuvo una política migratoria hacia zonas fronterizas (Antillas, Banda Oriental, Florida, Texas), para evitar que fueran ocupadas por los extranjeros, pero se vio frenada por la misma necesidad de repoblar zonas vacías de la Península. Los emigrantes peninsulares a Indias no procedían del sur, como antaño, sino de las regiones septentrionales (gallegos, cántabros, navarros y vascos) y de Canarias. Los isleños tenían la llamada contribución de sangre, que les obligaba a enviar cinco familias por cada 100 toneladas que exportaran a América y hasta un máximo de mil toneladas (50 familias cubrían todo el cupo), pero difícilmente pudieron remitir más de 25 familias por año. Desde 1718 hasta 1765, no pudieron emigrar más que 984 familias con un total de 4.922 personas, lo que arroja un balance anual de poco más de cien personas. Durante la segunda mitad del siglo, bajó aún más la migración peninsular, incorporándose los catalanes al flujo migratorio. A los peninsulares se sumaban algunos extranjeros (franceses, ingleses, portugueses, alemanes, etc.) que emigraban ilegalmente, nacionalizándose luego. Los españoles ocupaban los cargos administrativos y militares (también la alta jerarquía eclesiástica) y eran los comerciantes encargados del tráfico exterior, así como algunos mineros. Estos adquirieron una situación privilegiada durante el último cuarto del siglo XVIII: entroncaron con las familias nobiliarias y compraron títulos.
Los criollos constituían la mayoría blanca y se clasificaban por la posesión de bienes. Una parte de ellos accedió a los títulos nobiliarios o de órdenes de caballería por compra, pero su alto prestigio social procedía más de la posesión de riqueza (que les había permitido adquirir tales títulos) que por la nobleza adquirida. La Corona sacó grandes beneficios de este anhelo ennoblecedor. Sólo en el Perú vendió 70 títulos a lo largo del siglo. Algunos de estos nobles constituyeron además mayorazgos, sacando la Corona otro buen pellizco por tales concesiones. En 1795 se gravaron los mayorazgos con el 15%.
Los criollos aumentaron su riqueza como consecuencia del aumento del tráfico internacional y de la producción minera. Invirtieron en tierras (haciendas y plantaciones), que sufrieron una gran valorización durante la centuria, y pudieron formar grandes latifundios cuando se remataron las posesiones de los jesuitas expulsos, que adquirieron a precios de saldo (aparte de su bajo valor, se dieron a plazos). También poseyeron las minas y parte del sector comercial. La oligarquía terrateniente criolla era totalmente urbana. Vivía en grandes mansiones de la capital, rodeadas de esclavos domésticos y con enorme ostentación. Sus mayorales y mayordomos manejaban las tierras agrícolas o ganaderas. Durante este siglo, se produjo un enorme distanciamiento de las urbes respecto al medio rural. Las capitales eran inmensos hormigueros frente a los pobladores rurales de 100 ó 200 vecinos. Caracas tenía 31.721 habitantes, Santa Fe de Bogotá 18.161, Buenos Aires 24.083 y Quito 23.727, por citar sólo algunos casos de relativa relevancia.
La política borbónica de desplazar a los criollos de la alta burocracia indiana, sustituyéndolos por peninsulares, produjo enorme descontento en este grupo. Muchos graduados de las universidades americanas veían cerradas sus posibilidades de colocación, convirtiéndose en una masa ociosa de licenciados y doctores enemistados con las autoridades peninsulares, en las que veían a sus antagonistas. El problema se acentuó cuando empezaron a circular ideas enciclopedistas y la Corona facilitó el acceso de la población de color a algunos oficios (las Gracias al Sacar de 1795, permitieron a los "pardos" ostentar cargos públicos, matrimoniar con blancas, acceder a la educación y a las órdenes sagradas) a cambio de pagar determinados derechos. La oposición de los Cabildos a estas medidas refleja, en definitiva, el punto de vista criollo sobre el particular. A fines de la colonia, se calibraba el grado de aceptación de las grandes autoridades administrativas indianas (virreyes y gobernadores) por su inclinación al bando criollo (lo que les enfrentaba con los peninsulares) o al bando español (lo que les enfrentaba a los criollos). Pese a esto, no debe olvidarse que los criollos no formaban un bloque homogéneo, y se encontraban divididos por intereses regionales. Muchos de ellos odiaban más a los criollos capitalinos que a los mismos españoles, como se comprobó pronto en las guerras de emancipación.